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¿Cuántas veces hemos buscado el regalo perfecto, solo para darnos cuenta de que lo que más atesoramos no está envuelto en papel brillante?

Qué curiosos somos los seres humanos: pasamos la vida sobrevalorando objetos que, con el tiempo, olvidamos, regalamos o perdemos. Al mismo tiempo, añoramos ser amados, comprendidos e incluidos. Deseamos una cosa nueva tras otra, llenando nuestras vidas de cosas y, paradójicamente, sintiendo un vacío en los lugares más profundos de nuestro ser.


No es casualidad que abrazar a un ser amado, reencontrarse con un amigo, reír durante una cena, compartir un café o crear momentos de conexión en medio de la dinámica de la vida adulta sean las cosas que realmente nos recargan de energía. Estas experiencias no se compran, no tienen precio y, sin embargo, son lo que más valoramos cuando miramos hacia atrás.


Dar un regalo es un gesto precioso, un símbolo de afecto que demuestra que pensaste en alguien. No me malinterpreten: adoro dar regalos, y tampoco me molesta ni un poquito recibirlos. Pero creo profundamente que los regalos materiales deben estar en armonía con los intangibles.

Un objeto, por sí solo, tiene un valor monetario. Sin embargo, un objeto acompañado de gestos constantes y sinceros se transforma en algo mucho más significativo: una muestra de coherencia entre lo que sentimos y lo que expresamos.



La verdadera magia de un regalo no está en el precio ni en su presentación, sino en lo que simboliza. Puede ser una carta escrita a mano, una llamada inesperada o simplemente el tiempo que alguien eligió dedicarte. Es ahí donde se encuentra el verdadero significado de la generosidad, en lo que no podemos envolver en papel ni medir con etiquetas.


Desde que era niña, el tiempo con mi familia en Navidad siempre fue mi regalo favorito. Si me esfuerzo, quizá podría enumerar unos diez regalos materiales que he recibido a lo largo de mi vida, pero pierdo la cuenta de todas las anécdotas, risas y momentos inolvidables que he compartido con mi familia y amigos. Esos recuerdos traen alegría a mi vida, mucho más que cualquier objeto que haya llegado a mis manos.


Recuerdo las noches en las que ensayaba bailes con mis primos para presentarlos a la familia. Era nuestro momento especial, lleno de creatividad y risas. Pero lo que empezó como un pequeño espectáculo infantil creció tanto que, en algunas navidades, logramos involucrar a los llamados "adultos". Al final, terminamos todos juntos aprendiendo y practicando una coreografía para grabar videos y reírnos de ellos en el futuro. Esos momentos, en los que todos se unían para disfrutar, quedarán por siempre guardados en mi corazón.


Hoy, como adulta, valoro más que nunca esas pequeñas cosas. Los regalos que más importan no caben en una caja. Es el tiempo que alguien elige pasar contigo, el esfuerzo por estar presente, la calidez de una conversación sincera o la alegría compartida de un momento inesperado. Esos son los tesoros que llevamos con nosotros, año tras año.




Al final del día, lo que permanece no son las cosas que poseemos, sino los momentos que vivimos. Porque lo bonito de los recuerdos es que nunca pierden su valor; al contrario, con el tiempo se vuelven aún más preciosos.



Esta Navidad, más allá de lo que podamos envolver y entregar, regalemos lo que realmente importa: amor, tiempo y presencia. Después de todo, los mejores regalos son aquellos que dejamos en el corazón de las personas que amamos.


 
 
 

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